Televisión

Uno de los recuerdos que con más nitidez guardo de mi infancia, mediada la década de los años sesenta del siglo pasado, es que la televisión era entonces un lujo inasequible para la mayoría de la gente.

Recuerdo como, al reclamo del televisor, los bares se llenaban de gente los días que se transmitía alguna corrida de toros o algún partido de fútbol, incluso recuerdo pasear de la mano de mis padres y detenerme extasiado ante las tiendas de electrodomésticos que exhibían en sus escaparates los receptores encendidos, como la mejor publicidad y el mejor reclamo para la venta de aquellos aparatos de precios inasequibles para la mayoría de los que contemplábamos la programación detrás del cristal.

Luego la presencia de la televisión en los hogares españoles se generalizó y se hizo habitual entre las familias españolas firmar algunas letras para poder tenerla en casa y disfrutar de aquel lujo que, junto al mítico Seat 600, eran la imagen del progreso del país.

Cuando parecía que esas antiguas escenas eran pasto del recuerdo y el hilo argumental para series televisivas del estilo de la exitosa “Cuéntame como pasó”, nos sorprende contemplar que la gente vuelve a llenar los bares y a arremolinarse delante de los escaparates para disfrutar del fútbol. La razón hay que encontrarla en que la mayoría de los partidos no se retransmiten gratis, sino previo pago, y los bares pagan encantados la cuota que la gente no quiere o no puede satisfacer, a cambio de una consumición, porque el gasto que realizan los nuevos espectadores supone un importante revulsivo para economía del sector hostelero.

Durante los años cincuenta y sesenta, el anhelo por disponer de una televisión era el reflejo de un país al borde de la miseria. Hoy es la “desaceleración económica” la que obliga a muchos españoles a recuperar los hábitos que recuerdo de mi infancia porque, como entonces, la maldita crisis no permite demasiadas alegrías en las familias españolas.