Morirse o dimitir
Existe una cierta similitud entre morirse y dimitir, con la notable diferencia de que a la muerte todos estamos abocados, mientras que la dimisión es una opción que se ejercita en España en ocasiones muy excepcionales.
En la muerte y en la dimisión, lo habitual es ensalzar las virtudes más discretas del protagonista y se suele mencionar la última que se le vio, como si fuera un episodio trascendente, y como entonces nada hacía presagiar el desenlace.
Morirse es algo habitual e inevitable y dimitir algo excepcional y voluntario. Por eso cuando la dimisión es un gesto honesto y no un giro estratégico para coger impulso, cuando no se hace bajo la sombra de una sospecha vergonzosa, ni es el intento desesperado de anticipar o de conjurar un cese, despierta en el prójimo una cierta ternura similar a la que se siente por los finados.
En la dimisión y en la muerte, los enemigos suelen ser discretos y condescendientes. A los fallecidos se les respeta porque su marcha supone un punto y final, a los dimisionarios se les aprecia porque han sabido abandonar la lucha por el poder y reventar voluntariamente el globo de la ambición personal, y eso despierta simpatías instintivas.
En definitiva, dimitir en España más que morir es resucitar.
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